Mishima, locura para el mundo

Huerga y Fierro Editores, S.L.
Encuadernación: Rústica
87 páginas
Año de edición: 2007

ISBN: 84-8374-652-3

TEXTO INTRODUCTORIO

El 25 de noviembre de 1970 Yukio Mishima subía a un automóvil blanco, comprado meses antes para la ocasión. Eran las diez y media de la mañana. El escritor, de 45 años, se vestía sin camisa bajo la guerrera del uniforme Tate-no-kai –“sociedad del escudo”; ejército “privado” de Mishima, que no usaba armas pues su destino no era como el todos los ejércitos: matar de la forma más limpia posible con el menor número de riesgos para uno mismo. Ellos estaban dispuestos a “morir sin matar” y pretendían funcionar como un escudo humano y proteger con su cuerpo la vida del Emperador-.

Antes de salir de casa, dejaba sobre la mesa del recibidor el manuscrito de su último libro: El deterioro del ángel –publicado en castellano como La corrupción del ángel- con instrucciones de llevarlo esa misma mañana a su editor. Abrochado el correaje del que pendía su katana del siglo XVI (de Seki), entraba en el coche donde le esperan: Ogawa,  Morita -el “elegido” para realizar  el kaishaku de Mishima-, Chibi Koga -el sustituto en caso de no poder consumarlo- y Furu Koga, a quien brindaría la “prueba de amistad” de solicitarle el kaishaku.

El destino de todos ellos era el cuartel de Ichigaya, en el centro de Tokio, para cumplir con la cita concertada con el teniente general Kanetoshi Mashita. En el trayecto, el vehículo pasaría inevitablemente por el colegio donde estudiaba la hija del escritor, de once años de edad. Ni un solo músculo se le movería a Mishima, al pasar bajo las balconadas de la escuela.

Los días previos al “incidente”–eufemismo con el que se refirió la prensa a los actos perpetrados por Mishima-, reunidos en un hotel, los cinco hombres habían ensayado todos y cada uno de  los detalles del asalto al despacho del general que llevaban planeando más de un año. Tenían preparadas las cuerdas para sujetar al militar, los alambres para bloquear los picaportes, incluso habían caligrafiado los blancos paños que colgarían desde la terraza así como los hachimaki -bandas de tela que ceñirán sus cabezas con el patriótico lema: “Todas las vidas por la Patria”-. La última tarea de los preparativos pasaba por redactar el poema jisei, con sus 31 sílabas preceptivas, que tradicionalmente acompaña a toda despedida consciente de la vida. El adiós del escritor rezaba así:
 
The sheaths of swords rattle
As after years of endurance
Brave men set out
To tread upon the first frost of the year

La noche anterior, Mishima se afanó en escribir varias cartas. En una de ellas pedía ser enterrado con el uniforme del Tate-no-kai y con una espada en la mano “para mostrar que no muero como un hombre de letras, sino como un soldado”. Su última reflexión, la descubriría su esposa Yoko, a la mañana siguiente: “la vida es breve, pero yo deseo vivir para siempre”.

La cita con el general es a las once y el coche aparca cinco minutos antes de que el reloj marque la hora exacta. Una vez dentro del despacho de Mashita, entre los cinco consiguen inmovilizarle y cerrar las puertas. Aunque los oficiales espían por la rendija de la puerta lo que sucede dentro, al ejército japonés le está prohibido disparar sobre un civil en cualquier circunstancia. Por ese motivo, aunque empujan la puerta y entra un nutrido grupo, la katana de Mishima logra ahuyentarles. En un segundo intento, otra docena de oficiales vuelve a penetrar en la estancia y logran arrebatarle la daga a Morita, pero no al escritor que era campeón de kendo. Durante la reyerta hiere a varios oficiales aunque cuida de no infligir golpes mortales. Finalmente, el escritor se hace entender: matará al general Kanetoshi Mashita, si vuelven a realizar otro ataque. En cambio, si les dejan en paz, quedará libre sin daños antes una hora. Sus condiciones pasan por congregar a los mil hombres de la guarnición bajo el balcón del general para que puedan escuchar la arenga de Mishima.

A las once y media se reúnen en la terraza del cuartel los 800 soldados convocados, más dos helicópteros, ambulancias, televisiones, agencias de noticias, radios... Azusa, el padre del escritor contempla la televisión aterrado, pensando en que al día siguiente tendría que presentar sus disculpas a los altos mandos del ejército. Su mujer, Yoko –de quien Mishima había dicho que carecía de imaginación-, se desmaya en un taxi tras escuchar la noticia en la radio del coche. Interrogada días después respondería que ella esperaba el suicidio... pero no antes de un par de años.

Los acólitos del escritor cuelgan de la terraza sus carteles y lanzan octavillas con las motivaciones que han inspirado su acto. En alguna puede leerse: “...salvemos al Japón, al Japón que amamos”. En seguida sale Mishima custodiado por Morita, ambos con el hachimaki en la cabeza. Intenta arengar a la multitud pero no consigue ser escuchado. Pretende denunciar ante la tropa el estado nefasto en el que –según él- estaba sumido el país. Su discurso intentaba ser una inspiración para que se alzaran a dar un golpe de estado que devolviera al Emperador a su legitimo lugar. Sólo recibe abucheos e improperios -“¡Baja de ahí, bakayaro!!-, por lo que interrumpe su alegato. Antes de retirarse,  Morita y él repetirán hasta tres veces: “¡Viva el Emperador! “Tenno Heika Banzai”. Cuando regresa al despacho pronuncia las que serán sus últimas palabras: “creo que no me han entendido bien”.

De forma pausada y sumido en el más absoluto silencio ritual se despoja de la chaqueta y, tras quitarse las botas apartándolas a un lado, se desabrocha el pantalón que cae sobre los muslos flexionados. A dos metros del general, se arrodilla pausadamente. Toma en su mano derecha la espada corta, mientras Morita, a su espalda, levanta en alto la katana que cercenará su cuello. Mishima inicia el balanceo de torsión, mientras, con los tres dedos centrales de la mano izquierda localiza el punto del abdomen al que apunta su daga. Da tres nuevos vivas al Emperador. Tras una inspiración profunda contrae la musculatura del tórax. Un grito seco y gutural. La daga entra a fondo y cruza rápidamente el abdomen empujada por una fuerza y una voluntad hercúleas. La sangre sale a borbotones acompañando a las entrañas. Cuando en un último esfuerzo, Mishima logra llegar al lado derecho, cae hacia delante. Morita ha esperado demasiado para segarle con un corte la cabeza... y ahora la posición no es la adecuada. Resulta difícil decapitar un cuerpo caído. La punta de la espada tropieza contra el suelo y el cuello profundamente herido no se secciona. Lo intenta una vez más mientras el cuerpo de Mishima yace convulso sobre sus propios intestinos. Fracasa un tercer golpe hasta que, temblando, entrega la katana a Furu Koga, quien de forma hábil corta limpiamente la cabeza del fundador del Tate-no-kai.

El general se inclina todo lo que le permiten sus ligaduras y murmura la oración budista para los muertos: “Manu Amida Butsu”.

Ogawa despega reverentemente la daga de la mano de Mishima y se la entrega a Morita que se ha desvestido y arrodillado. Furu Koga ya está a su lado con la katana en alto. “No me dejes sufrir mucho tiempo”, suplica Morita. Su cabeza rueda al primer golpe de katana.

Los tres jóvenes supervivientes no pueden dominar su emoción y estallan en llanto. No porque Mishima se hubiera practicado el Hara Kiri –que es en realidad una forma incompleta de Seppuku, pero es el modo en que lo denominamos en occidente-, sino porque han hecho “el supremo sacrificio de renunciar a morir”.

Aunque en tiempos había sido un ceremonia sagrada, en el Japón actual no se había dado un solo caso de seppuku. De hecho, seguía sin quedar especificado si el kaishaku –decapitación de un eventrado que atendido quirúrgicamente podría sobrevivir- era un homicidio o una forma de eutanasia... Fue uno de los aspectos legales más debatidos durante todo el proceso, del que los tres universitarios supervivientes salieron con una condena de cuatro años.

 

I

Cuando el pan ya no sea tierno,
dejad que los decapitados
entierren a los decapitados.

II

Desde que has muerto no te he vuelto a ver,
ángel reflexivo,
facultado macho de espuela fija e impostada belleza
que pendes de la convaleciente historia.

¿A qué tanto plumaje de ola?,
¿a qué tanto lloverte en masculinos cálices?

Tanto diluviar por dentro
ha abatido todo el vino intransitivo.

Te digo pequeñeces aunque muerto sigues.

Persigo también tu aureola armilar que sólo gastan
los seres imantados de perfección atenta.
Emancipado de mí en el rito del amor
y de la muerte.

Somos noche en el país de los muertos,
y este yo siente de veras
que el evangelio es locura para el mundo

Nada tengo en poco cuando mi voz se alza
para hacerse lúcida
y talar de ti
el recuerdo de un incidente en las deshoras del ocaso.
Culto a un Emperador que era un dios connotado,
porque tal cosa no era.
 
El respeto,
que no la admiración hacia el capitán decapitado
que fuiste,
me invita a desahuciar tu recuerdo
para acceder al libro albedrío de la calma
que gobierna
tu inmaculado útil de artillero
–katana, tachi, wakizashi, hamidashi, aikuchi, tanto-
en favor de la eventración.
Acefalización.

¿Quién va?: ¡gente de muerte,
con sendas cabezas cortadas!

III

Algunas veces se vive

pero, las más,
a despecho del infortunio,
emerge un niño viejo, el más anciano del mundo,
en un rango de invierno permanente
que no es otro sino el paso del Rubicón.

-Punto inocente y cardinal-

Te conviertes en huésped del arrecife
cuando es diciembre y las horas se encomiendan a la nochefalda.
Nochevientre.
Y olvido tu nombre, reliquia, orificio... Masa atómica de la huella

Y decides habitar en el argumento,
por humor o por piedad.

Si es cierto que hay una verdad escondida
en lo más íntimo de cada vagón de tren abandonado
... Eres como todos los demás, de puro no serlo:

un caballo desbocado
siempre ingrato de contemplar.

IV

(Soledad)
¿qué importa que tenga que beber yo solo, bajo las estrellas?
(baladronada)
Invito a la luna, y con mi sombra, ya somos tres.
(marmórea)

Despiadado, por ser otro
-tú lo sabías y silenciaste-
eres quien prolonga la dificultad
insinuando recogimiento,
en tanto que embriagado
de proyección o distancia.

Locura para el mundo es tu muerte eventrada.

Una realidad llena de murmullos
donde hasta las hormigas se organizan mejor,
a despecho de los lirios que han nacido narcisos.

Tan pagano 
como febril.

-San Sebastián de Reni, Universidad de Komaba, Tortura con rosas...-. Atarantado te veo.

Confesión, mas...
¿No sé tras qué máscara?

-¡Qué solo está Kimitake el pálido; vientre de culebra!-

Subsumido en el más obsceno dolor
de una pía arquitectura inmortalmente colérica,
travestida de autocomplacencia.

Bajo la oblicua luz de la supremacía
deja,
para el musgo reflexivo
....que los decapitados entierren a los decapitados.

Yo te exculpo, boca sucia,
por estar llena de hermosas palabras.

XXXIV

Porque locura para el mundo es tu muerte

persigo toros-mariposa,

vestida de dril.

Tengo miedo de gastar
los órganos de mi cuerpo,
pensándote
tanto,
de tan poco.

Cuando el pan ya no sea tierno,
tal vez te comprometas a pensar
lo que,
en un lupanar de verónicas
y con el pulmón atribulado,

nos hiciste,
haciéndote.