Críticas

LA RAZÓN

Bestiario del (des)amor
Antonio Puente


Decía Céline que el amor es «el infinito al alcance de los perros». Desde semejante tajo, que incluye los ladridos y la sarna del desamor, cabría situar la mirada de este atractivo y sincero -por valiente y descarnado- poemario de Ángeles López (Madrid, 1969). Entre lamerse las heridas con resentimiento frente al «taimado» y «escapista» «varón enmascarado de hombre nupcial» o emplear el narcótico al uso de la ironía y el desdén, se escoge un camino retador, de increpaciones y reproches cáusticos, y se bucea por elípticas ciénagas, y se muestran los sapos que se van tragando cuando el amor permanece incólume a este lado del (des)amor. «Me impeles a ordeñar / balsámicas vergas de un iconográfico bestiario», clama quien concluirá suplicando sin pudor: «Ámame con la cabeza; a cabezazos».

Ya desde el título se nos da la cáustica idea de la compleja cetrería que se precisará para apresar a un género tan esquivo: el mismo amante díscolo que, con distinto collar, permanecerá unas veces subsumido en su indiferencia abisal, como los «congrios», y, otras, hará como esas aves sin doma con las alas siempre a punto de partir («maldito cormorán», se ratifica en el texto). Representan también, respectivamente, lo insondable y fugaz, también, de la propia naturaleza del (des)amor.

A través de meandros oníricos, a la vez encarnados y asépticos, un peculiar atractivo del libro es la diferenciadora actitud ante el amor que se ofrece desde una mirada asumidamente «hembra». El varón, percibido como un apátrida del amor, no sale, desde luego, bien parado: «Artillero nocturno que hace caldo de anemia», «flemático e irredento», «transoceánico con ropa de macho páramo», «lento, imprudente, desahuciado», y hasta mero «ademán dilatado en linimento de hombre». Se le reprocha que, chuscamente, «te pregonaste como el más alto jornalero de emociones» y que esté «siempre en despedida» o devenga en «yerto ciervo encallado en el bostezo y la rutina» o en «alacrán furibundo con actitud invernal», etcétera.

Pero lo más elocuente es que, aunque ya se le reconozca «abdicado de la cicuta de mi vientre», nunca sabremos, por el texto, si se le está exhortando al ex amante, al amante actual o el venidero, o, lo más probable, las tres cosas a la vez. Sin embargo, el dato parece irrelevante, toda vez que la amante reconoce que ya «he pactado con tu cuerpo sin tú saberlo», y, además, le espeta así de ímpía: «Si te ahogaras junto a mi hombre, no te salvaría...».

Luego, la partida quedará en tablas. No hay culpables frente al espejo del desencuentro, pues mientras el amante oscila entre «ser y no ser a un mismo tiempo», la amante, con «mi mirada de ferretería», sabe que a él «yo me muestro apenas, porque entera me expongo».

Después de tanto careo y distinción bipolar, cáusticamente, se resuelve que «No somos hombres con mujeres; / tan solo suburbios conquistados / donde encontramos letanía a las que dedicarles / extremidades, ojos, dientes...». Todo influirá, casi neutralmente en «bestiarios sajados de indolencia». A la postre, esta pregunta, a lo Céline, revela idéntica impotencia para ambos: «¿De verdad sabrían volar los ángeles a lomos de un antílope?».